En el año 1989 había en Colombia muy pocas razones para alegrarse. El país atravesaba por un período intenso y doloroso de extrema violencia: los narcotraficantes y su auge sombrío, las guerrillas y grupos paramilitares que se enfrentaban constantemente contra el ejército nacional, la prácticamente nula credibilidad de las instituciones (inclusive de las gubernamentales) y la inseguridad rampante en los campos y las ciudades teñían el terreno de una espesa y sangrienta peste infértil. Igual que en otros momentos de la historia, el deporte servía como escape de una angustiante realidad hacia otra que, no menos real, dejaba respirar aires de alegría y libertad.
31 de mayo de ese mismo año. Aquí tenemos 11 hombres valerosos entrando al campo del estadio Nemesio Camacho “El Campín” de Bogotá. Son los titulares del Atlético Nacional de Medellín, exiliados de su tierra para jugar la final de la Copa Libertadores de América por cuestionables disposiciones de la CONMEBOL (Confederación Sudamericana de Fútbol) que incluían entre sus eufemismos la capacidad limitada del estadio local. Representan al resto del plantel, todos nacidos en Colombia, y en los siguientes 90 minutos, harían historia: lograron que germinara belleza entre rocas y sequedad.
El camino hasta aquella final había representado casi tanto sufrimiento como el que estaba experimentando la desangrada sociedad “cafetera”. Pero había una diferencia; una grandísima diferencia: este camino era mucho más que una gesta deportiva, este camino había abierto la senda hacia la esperanza que Colombia había ya desechado. Los ojos de todo un país, y sus corazones, se habían depositado, unánimes, olvidando rivalidades regionales y colores de camisetas, en el equipo verde y blanco de Antioquia. Atlético Nacional de Medellín, en ese año, se hizo literalmente Atlético “Nacional” de Colombia. Sus históricas victorias lo llevaron a conquistar la primera Copa Libertadores para el país, y éste, cansado de ver tanta sangre, volteó su mirada con esperanza a favor del deporte, a favor del fútbol, a favor de la vida y el deseo de inmortalidad que toda alma anhela. No era Nacional en el campo del Campín; era Colombia entera.
A partir de ese día Atlético Nacional se convirtió en el club más popular de Colombia. En todo rincón de este país se encuentra alguno de sus seguidores, aunque no haya pisado nunca el Atanasio Girardot ni la ciudad de Medellín. En los años que siguieron el club creció y se fortaleció, se mantuvo fiel a un estilo de fútbol “lírico” muy atractivo y a la política de contratar solo jugadores criollos; ganó títulos locales e internacionales. En resumen, escribió la palabra “Colombia” como una rosa de Sharon entre los espinos, haciéndola brillar con extrañeza por sus asociaciones de éxito y vida entre las casi infinitas noticias, titulares y reportes que la publicaban con colores escarlatas y negros de muerte y violencia.
En el año 1996, después de un subcampeonato de la Libertadores, Atlético Nacional fue adquirido por la Organización Empresarial Ardila Lülle y dio un vuelco a nivel administrativo encaminándose hacia la solidez institucional. Además de la merecida admiración competitiva, ahora los administradores del fútbol en Colombia fijaban sus ojos en la gestión ejemplar del club. Directivos capaces y comprometidos sostuvieron con ímpetu el éxito deportivo llevándolo a una dinámica que mantuvo al equipo en los lugares altos de la tabla y figurando intermitentemente a nivel continental. Sin embargo, los títulos se hicieron esquivos y el continente parecía revelarse contra su antiguo conquistador. Los clubes argentinos y brasileños dominaron las últimas dos décadas de la gran justa sudamericana con solo algunas apariciones fugaces de rebeldes equipos de otras naciones que usurparon su trono inflatable obstacle course.
Con este terreno seco y sin fruto el club “paisa” se arriesgó y sembró. De la mano de su gerente deportivo Víctor Marulanda y su presidente Juan Carlos De La Cuesta, en el año 2011 se atrevió a invertir por encima de su acostumbrado presupuesto con el objetivo de recuperar la competitividad continental. Cifras exorbitantes para el mercado colombiano marcaron la contratación de los mejores jugadores disponibles y significaron el arado del triunfo que hoy se cosecha.
El objetivo parecía inalcanzable, pero los esfuerzos por acercarlo fueron osados. La mentalidad se dispuso para regar y abonar en el mediano-largo plazo y se apostó por la continuidad de un proyecto deportivo sostenible. ¿La fórmula? Entrenadores de talla internacional con ideas y conceptos claros de juego, la adquisición audaz de futbolistas con un criterio predeterminado y la potenciación del fútbol base.
En los siguientes cinco años manteniendo cierta base de regularidad en su nómina, el equipo maduró futbolística, mental y competitivamente. Diversas actuaciones destacadas en las copas internacionales, éxitos locales sin precedentes, partidos épicos como los de antaño e incluso golpes fuertes como el subcampeonato de la Copa Sudamericana del 2014 formaron en carácter de un equipo que hoy no se achica ante ninguno del continente americano, sobre el cual nuevamente se corona rey como en aquel año 89. Esta vez, su casa y su gente lo vivieron expectantes en medio de una atmósfera política y social que pregona tiempos de paz; en medio de una Colombia que si algo quiere recordar de las décadas pasadas, es precisamente el éxito deportivo que hoy revive.
El proyecto ambicioso de Atlético Nacional y su nueva coronación en la Copa Libertadores, máxima competencia latinoamericana, hace que todo el continente se rinda a sus pies de la misma manera en que todos lo haremos ante el regreso inminente del Salvador del mundo; y a su vez recuerda que para poder segar es necesario sembrar, cuidar, regar y fertilizar. Un fruto no crece por el azar; tampoco un campeón se hace sin sudar.
Juan José Correa O.
Alumni, MGEE 9
Deje su comentario